MANUEL DE FALLA*****
Manuel de Falla
Nunca fue un compositor prolífico, pero, sus creaciones, todas ellas de un asombroso grado de perfección, ocupan prácticamente un lugar de privilegio en el repertorio. Recibió sus primeras lecciones musicales de su madre, una excelente pianista que, al advertir las innegables dotes de su hijo, no dudó en confiarlo a mejores profesores. Tras trabajar la armonía, el contrapunto y la composición en su ciudad natal con Alejandro Odero y Enrique Broca, ingresó en el Conservatorio de Madrid, donde tuvo como maestros a José Tragó y Felip Pedrell.
La influencia de este último sería decisiva en la conformación de su estética: fue él quien le abrió las puertas al conocimiento de la música autóctona española, que tanta importancia había de tener en la producción madura falliana. Tras algunas zarzuelas, hoy perdidas u olvidadas, como Los amores de Inés, los años de estudio en la capital española culminaron con la composición de la ópera La vida breve, que se hizo acreedora del primer premio de un concurso convocado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Aunque las bases del concurso estipulaban que el trabajo ganador debía representarse en el Teatro Real de Madrid, Falla hubo de esperar ocho años para dar a conocer su partitura, y ello ni siquiera fue en Madrid sino en Niza.
Francia, precisamente, iba a ser la siguiente etapa de su formación: afincado en París desde 1907, allí entró en relación con Claude Debussy, Maurice Ravel, Paul Dukas e Isaac Albéniz, cuya impronta es perceptible en sus composiciones de ese período, especialmente en Noches en los jardines de España, obra en la que, a pesar del innegable aroma español que presenta, está latente cierto impresionismo en la instrumentación. Noches en los jardines de España huye tanto de la forma del concierto como de la sinfonía; en ella el papel del piano, verdadero protagonista, tiene gran relieve, pero en ningún momento la orquesta (rica y expresiva) se limita a una función de mero acompañamiento, sino que asume auténtica importancia. Consta de tres movimientos ("En el Generalife", "Danza lejana" y "En los jardines de la Sierra de Córdoba"), y sobresale por su capacidad para describir las esencias del paisaje andaluz a través de una música de un exquisito refinamiento.
La madurez creativa de Falla empieza con su regreso a España, en el año 1914. Es el momento en que compone sus obras más célebres: la pantomima El amor brujo y el ballet El sombrero de tres picos (éste compuesto para cumplimentar un encargo de los célebres Ballets Rusos de Serge de Diaghilev), las Siete canciones populares españolas para voz y piano y la Fantasía bética para piano.
Estrenado el 15 de abril de 1915 en el Teatro Lara de Madrid, El amor brujo es un ballet en un solo acto que narra en un ambiente de brujería y misterio el triunfo del amor sobre las tinieblas; protagoniza la acción la gitana Candelas, quien ve cómo el espíritu de su antiguo amante, ya muerto, se interpone entre ella y Carmelo. A través de una música que bebe directamente del cante jondo, del folclore y de la música popular andaluza, se evoca el mundo de los gitanos, de sus sortilegios y leyendas, en una atmósfera inquietante y maléfica.
Sin duda es la Danza del fuego la página más apreciada de El amor brujo, y una de las más universales de la música española: se trata de una danza compuesta por tres motivos de carácter rítmico, casi obsesivos, acorde con la escena de conjuro y encantamiento que intenta evocar. El fragmento es una excelente muestra de la habilidad de Falla para tratar los diferentes instrumentos de la orquesta, por ejemplo el piano, usado de manera percusiva.
La celebridad de la Danza del fuego no debe eclipsar otros momentos de tanta o más belleza, como la Introducción y escena, En la cueva, la Canción del fuego fatuo o la Danza del terror. Todos ellos prueban la capacidad de Falla para crear una música sumamente personal y, al mismo tiempo, universal, inspirándose en motivos o ritmos populares andaluces.
El sombrero de tres picos fue estrenado en Londres el 22 de julio de 1919 por los Ballets Rusos de Diaghilev, con coreografía de Leonid Massine y decorados y figurines de Picasso. La acción de este ballet cómico (inspirado en la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón) nos sitúa en una villa castellana del siglo XVIII, en la que la joven esposa del molinero es acosada por el viejo corregidor local, quien se toca con un tricornio como símbolo de poder.
Para la música, Falla empleó material folclórico de diversas regiones de España, y consiguió así el carácter popular que buscaba. La Fantasía bética fue compuesta en 1919 por encargo del virtuoso pianista polaco Arthur Rubinstein. Obra con aires muy andaluces, derivados directamente del cante jondo, fue paradójicamente rechazada durante bastante tiempo por el público y repudiada por los intérpretes españoles. Rubinstein la estrenó en Nueva York en 1920.
El estilo de Manuel de Falla fue evolucionando a través de estas composiciones desde el nacionalismo folclorista que revelan estas primeras partituras, inspiradas en temas, melodías, ritmos y giros andaluces o castellanos, hasta un nacionalismo que buscaba su inspiración en la tradición musical del Siglo de Oro español.
Adaptación musical y escénica de un conocido episodio de Don Quijote de la Mancha, la inmortal creación de Miguel de Cervantes, El retablo de maese Pedro es una de las joyas de la música moderna: realizado con arreglo a los cánones de una inspiración purísima para un conjunto instrumental de cámara, puede considerarse como la obra más señera de Manuel de Falla.
La partitura se mantiene en el plano de una perfectísima y finísima caracterización musical para títeres hasta la última escena; cuando interviene don Quijote con su trágica locura, súbitamente se expande en notas de humana compasión. Es un mundo que hasta aquel momento vemos a través de un anteojo invertido, que reduce sus proporciones, y súbitamente las proporciones de los sentimientos vuelven a ser normales y la figura de don Quijote campea trágica y compasiva, en su eterna humanidad.
Mientras que en sus obras anteriores Falla hacía gala de una extensa paleta sonora, heredada directamente de la escuela francesa, en estas últimas composiciones su estilo fue haciéndose más austero y conciso, y de manera especial en el Concierto.
Los últimos veinte años de su vida, el maestro los pasó trabajando en la que consideraba había de ser la obra de su vida: la cantata escénica La Atlántida, sobre un poema del poeta en lengua catalana Jacint Verdaguer, que le había obsesionado desde su infancia y en el cual veía reflejadas todas sus preocupaciones filosóficas, religiosas y humanísticas. Conocida de momento sólo por unos cuantos amigos íntimos, esta cantata escénica de vastas dimensiones para solistas, coro y orquesta era considerada por el autor como su testamento artístico y espiritual, y como un homenaje extremo a los valores de la fe cristiana y de la civilización mediterránea, objeto de su veneración constante. Aunque irregular, algunas de sus páginas (el Prólogo, el Aria y muerte de Pirene, el Sueño de Isabel) contienen lo mejor del genio de Falla.
El estallido de la guerra civil española lo obligó a buscar refugio en Argentina, donde le sorprendería la muerte sin que hubiera podido culminar la obra. La tarea de finalizarla según los esbozos dejados por el maestro correspondió a su discípulo Ernesto Halffter. Biografìas y vidas.
!HONOR, A QUIEN HONOR MERECE!
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